DESPERTAR

Alberto García San Miguel

Acababa de despertarme tras un sueño raro, una noche intranquila, me levanté a correr las cortinas, el sol calentó mi frente y todo lo que vi fue bonito y es así como lo quería, una ciudad bonita, una Rondilla bonita, lo que siempre ansié la Rondilla para vivirla.

EL HIJO DEL HERRERO

Manuel Cabezas Nicolás

Yo he sido mancebo de botica toda mi vida, desde los tiempos de Franco.

Ahora cuando me preguntan digo sencillamente “jubilao” y ya está, pero no deja de haber gente que insiste preguntando, ¿pero tú qué has sido?, como si no fuera suficiente lo de “jubilao”. A esto ya no contesto. Seré yo, pero parece que me dicen que no soy, vamos, que ahora no soy nadie.

Me quedé a vivir aquí. Nunca lo pensé cuando a finales de los años setenta me vine a trabajar a una farmacia que entonces todavía la llamaban botica, por los menos en mi pueblo, porque saben, yo soy de pueblo, de esos pueblos en que todos nos conocemos y en mi pueblo era Quico el de la Fragua.

Cuando llegué con mi maleta a la pensión pregunté por la señora Patro, la dueña, de nombre premonitorio. La señora Patro tenía ascendientes en mi pueblo y, vamos, venía recomendado. Era mujer delgada e inmediatamente me pareció algo brava y no me equivoqué. Yo le cogí afecto, seguramente porque se parecía a mucho a mi abuela o tal vez porque conmigo fue siempre cariñosa.

Habitación limpia, alcanforada, bombilla en el techo, mesa con cajones, silla de anea y armario algo desvencijado de dignidad antigua, y allí pasé mis primeros años de mozo, en esta habitación, en esta calle, en este barrio.

Tengo un recuerdo nítido del día que me presenté en la botica, estaba unas calles más arriba de la pensión tirando hacia el río, pero no iba asustado, no, iba aterrado.

El boticario, don Aurelio sabía de mi llegada y le alargue la carta que llevaba de recomendación y de alabanzas de mi tío Paco, “El Mutilao”, que había sido asistente de un coronel durante la guerra y un día limpiando una ventana en la casa de “la coronela”, cayó y perdió la mano izquierda, pero lo ascendieron a sargento y lo licenciaron. Ganó una pensión, el nombre de mutilao y un amigo influyente.

Y así empecé a vivir en este barrio. El primer año no fue fácil, tenía añoranza de mi casa, de mi pueblo. Tenía “la pena”, que fue desapareciendo poco a poco.

- Lo importante es no equivocarse – me repetía cada día D. Aurelio, y yo,

afanoso colocaba cajas, limpiaba y atendía alguna clienta que venía a por sencillos remedios. Poco a poco me hice un entendido y lo que es mejor, un conocido.

. - Quico, dame un digestivo, ¡qué tengo una mañana!… Y así pasaba mis días

entre recetas, analgésico, eméticos, laxantes, etc.

Hice algunos amigos vecinos de la pensión y con ellos iba los fines de semana a pasear por las calles principales para ver las chicas, a explayarnos un poco por el rio, alguna vez al cine,.. En uno de los paseos conocí a Veli. Hoy no voy a hablar de Veli. Nos gustamos a primera vista y no hicimos novios. Aun parecen recientes entre mis recuerdos los paseos de la mano, los besos en el cine,… al final nos casamos.

Cambié de casa y de calle, pero no cambié de barrio y aquí nacieron nuestros hijos, crecieron jugaron, estudiaron, trabajaron. Y más tarde nuestros nietos...

También vimos crecer el barrio: tiendas, colegios, bares, institutos, asociaciones de vecinos residencias, centros de salud, bibliotecas y … emigrantes que le dan vida y color. Este sí que es un barrio multicultural.

Hoy estoy paseando por la orilla del río rumiando mis recuerdos que son interrumpidos por dos niñas que desde unos columpios cantan a coro una canción.

La vida en La Rondilla sigue (no lo había dicho, mi barrio es La Rondilla), se nota que está llena de vida y es que La Rondilla es para vivirla.

Desde orillas del Pisuerga, en la Rondilla, os escribió

Quico el de la fragua

 

ENTRE TORQUEMADA Y MIRABEL

Pablo Trillo Lodiro

 

No era ni mucho menos la primera vez que transitaba por aquel barrio obrero, pero con toda certeza sí sería la última en la que recorrería sus calles, callejones, plazas, plazuelas y demás recovecos.

 

Manuel había nacido en julio del treinta y nueve, con toda probabilidad la peor época para venir al mundo en este país, pues salía de una dura guerra nacional y veía cómo el panorama internacional no era mucho mejor. Huérfano de nacimiento (su madre fue violada durante el conflicto bélico y falleció a los pocos días de dar a luz), la infancia de Lolo fue extremadamente dura, alternando diferentes orfanatos de Castilla la Vieja con la ardua esperanza de ser acogido en el seno de una familia acomodada que estuviera dispuesta a adoptarle y darle así un hogar propio.

 

Ese milagro se hizo realidad a finales del año cuarenta a tres, cuando la familia Álvarez Hontoria se interesó en aquel tímido zagal de ojos oscuros, nariz chata y sonrisa agridulce. Después de cinco visitas al hospicio, firmar una nota simple y abonar la cantidad convenida a la congregación que lo regentaba, el menor se trasladó con sus padres de acogida a la ciudad de Burgos, donde conviviría junto a otros cuatro hermanos en un amplio piso próximo al antiguo convento de La Merced.

 

A pesar de las notables mejoras a nivel social, educativo y alimenticias que supuso su estancia en la ciudad del Arlanzón, Manuel sentía el continuo rechazo por parte de sus hermanos y compañeros de clase, acrecentando esa sensación de repudio hacia su persona llegada la adolescencia. Sus padres procuraron no hacer distinción alguna entre él y sus vástagos naturales, e incluso procuraban favorecerle ocasionalmente para ganarse su cariño, algo que nunca llegaría a ocurrir.

 

Una vez finalizados sus estudios de bachillerato en el Colegio de San Apolinar, cumplir la mayoría de edad y comprender que no tenía nada ni nadie que lo atara por más tiempo en esa ciudad, acordó con su familia irse a la cercana localidad de Valladolid, donde estaban creando puestos de trabajo para una empresa automovilística francesa y emprender así una nueva etapa de su vida. De este modo, tras unos inicios titubeantes en la nueva urbe, a comienzos de la década de los sesenta se instaló en el número nueve de la calle Nebrija junto a su esposa Conchi y con la que tendría tres preciosas hijas de melena rubia.

Con el transcurrir de los años, la transformación del barrio se fue haciendo cada vez más notoria, con la mejora del asfalto y las aceras, un alumbrado decente, la creación de colegios e institutos, zonas ajardinadas, modestas salas de cine y bares, muchos bares donde Manuel comentaba su día a día junto a su cuadrilla al tiempo que degustaba vinos a cincuenta pesetas.

La Rondilla para vivirla — musitaba sonriente mientras paseaba por última vez por la calle Soto con una barra de pan en su mano, recordando batallitas del ayer con aquellos que fueron desapareciendo de su vida en los últimos tiempos. Sus ojos arrugados se humedecían al recordar tiempos pretéritos que jamás volverán y observar con añoranza locales cerrados donde antaño frecuentaba modestos negocios de variada índole.

 

Al igual que le sucedía al barrio, su vitalidad se había visto mermada en los últimos tiempos. Su mujer falleció dos años atrás por culpa de un cáncer de vejiga, y sus hijas no podían, o no querían, hacerse cargo de sus continuos achaques de salud, con innumerables visitas al centro sanitario de Cardenal Torquemada y con un interminable ritual de pastillas, medicamentos por vía oral y anal, y otros remedios caseros que, lejos de mejorar su estado, le provocaban cada vez más apatía y malhumor. Por todo ello, en la última cena de Nochebuena, mientras los nietos abrían regalos y gritaban con alegría exacerbada, las rubias modosas decidieron unilateralmente que lo mejor para todos sería que ingresara en una residencia.

 

Ya verás papá, es como un hotel de esos de pulserita, con atención personalizada las veinticuatro horas — exponía la mayor de sus hijas mientras le mostraba un ridículo panfleto con fondo azul.

Pero hija, si esos sitios son carísimos, no os molestéis por mí — argumentaba inútilmente con voz ronca confiando en poder abortar el inevitable desalojo.

No te preocupes por eso; vendemos el piso, y con lo que nos den, lo vamos pagando — Sentenció dando a entender que estaba todo más que decidido.

Hoy, mientras miraba con cierta ternura los adoquines grisáceos de las veredas y caminaba con cierta dificultad los últimos metros que le separaban de la que había sido su hogar durante medio siglo, ironizaba melancólico pensando que de esta forma se completaba un círculo en su vida, volviendo a un lugar ajeno rodeado de desconocidos exentos de cariño.

JUAN

Alejandro García Nieto

—¡Papá, papá! — decía Juan, tirando de su padre—. ¡Vamos al parque!

Juan era un pequeño de 3 años, alto y delgado. Resaltaba, en el ovalado contorno de su dulce cara, su nariz. Su oscuro pelo contrastaba, a su vez, con su tez blanca, tan prístina que reflejaba la luz como la reflejan las montañas nevadas al calor de los primeros rayos de sol primaverales. Su pelo alborotado, como de costumbre, dejaba entrever unos bonitos ojos. Se trataba de unos ojos grandes, de color gris pálido y tonos verdosos y azulados. Unos ojos vivos, que iban siempre abiertos, exhibiendo una perenne mirada inquisitiva en la que refulgía la chispa de quien ansia absorber nuevos conocimientos.

—¡Juan, espera! No podemos salir así, aún hace frío —dijo el padre, acercándole un abrigo de color verde oscuro.

Apenas se hubo abierto unos centímetros la puerta de casa, desapareció Juan por ella, bajando por las escaleras con la furia de una estampida de bisontes.

—¡Ten cuidado, Juan, te vas a caer! —gritaba su padre, rezagado varios escalones.

En la calle brillaba el Sol; era un bonito día de abril. Juan y su padre, de la mano, iniciaron la marcha hacia el parque.

—Mira, Juan, esta es la calle Cardenal Cisneros y la que cruza es la calle Cardenal

Torquemada —explicaba el padre mientras aguardaban pacientemente a que el semáforo se pusiera en verde.

—¿Qué es una calle cardenal, papá?

—Son calles normales, hijo —respondió el padre, incapaz de ocultar una sonrisa ante la

perpleja mirada de Juan—, pero su nombre empieza con la misma palabra.

—¿Y por qué las calles tienen nombre?

—Para que podamos diferenciar unas de otras y saber adónde vamos.

—¿Y quién les pone nombre? ¿Tienen las calles mamá y papá? —preguntó Juan, con la

inocencia de a quien aún le quedan muchos años por vivir.

—No, no tienen —replicó su padre con otra sonrisa—. Los pone la propia ciudad, en honor a personas importantes o famosas.

—¿Y tú eres famoso, papá?

—No, mi vida —respondió el padre, tras recuperar la compostura. Esta vez no había podido evitar soltar una carcajada.

—Entonces, ¿tú no tienes calle?

—No, mi amor, no tengo calle. Aunque nunca se sabe… quizá tú llegues a tener una calle a tu nombre.

—Oye, papá, ¿por qué no cruzamos?

—Porque está el semáforo en rojo. ¿No recuerdas lo que te he enseñado? Solo se puede cruzar cuando el muñequito está verde.

—¿Y por qué cruzan esos señores?

—Pues… porque… no están bien educados. Si no hacen caso a las normas, les puede pillar un coche y hacerles mucho daño. Nosotros somos respetuosos y no tenemos prisa, así que cruzaremos cuando se ponga el muñequito en verde.

—¡Sí tenemos! ¡Quiero ir al parque!

—Qué impaciente… Mira, verde, ya podemos cruzar.

Ya en el parque, a la ribera del Pisuerga, Juan se dispuso a realizar su pasatiempo favorito: buscar insectos, observarlos un buen rato y guardarse en el bolsillo aquellos que le provocaban interés.

—¡Mira, papá, un insecto naranja! ¡Qué chulo!

—Pero Juan, ¿ya estás guardándote insectos en los bolsillos? Te he dicho que no lo hagas, les puedes hacer daño.

—No les hago daño, los cojo con mucho cuidado.

—Estoy seguro de ello, canijo —contestó su padre, con voz dulce y conciliadora—, pero imagínate que un gigante te coge a ti y te guarda en su bolsillo. ¿Tú crees que te gustaría?

—No... —respondió Juan, agachando la cabeza.

—Entonces, venga, saca los insectos de los bolsillos y déjalos donde los encontraste.

A regañadientes y con cara de decepción, Juan obedeció.

—¿Por qué no vamos a jugar con todos aquellos niños a los columpios? —continuó el padre, con la intención de levantar el ánimo al pequeño.

Al ver la cara de Juan, mezcla de disgusto y pánico, el padre recordó lo tímido que era su hijo. Muy pocas veces había tenido contacto con otros niños y nunca sabía muy bien cómo comportarse, quedándose quieto y callado. No obstante, a pesar de ello, padre e hijo se acercaron a la zona de columpios, donde varios niños y niñas del barrio, de diferentes edades, jugaban alegremente.

Una vez que hubo dejado al niño en un columpio, el padre de Juan se sentó en un banco

cercano, a disfrutar del hermoso día relajadamente.

—Qué buen día hace, ¿verdad? —comentó la madre de un par de niños que también jugaban en el parque, despertando de sus ensoñaciones al padre de Juan.

—Ciertamente, este año la primavera está siendo muy soleada —dijo, regresando con la

mirada a los columpios. Al hacerlo, se dio cuenta de que Juan no estaba—. Disculpe, señora, pero no veo a mi hijo.

Con la premura que otorga un repentino estado de alerta, el padre de Juan se levantó y recorrió todo el parque con los ojos. Tras un profundo suspiro, reconoció a Juan recostado sobre un charco de barro, no muy lejos de los columpios.

—Juan, ¿¡qué estás haciendo!? —gritó, estupefacto, al ver que su hijo estaba embadurnándose la cara con barro.

—Estoy pintándome la cara de color oscuro —respondió Juan calmadamente.

—¿Por qué?

—Porque si no no puedo jugar con los demás niños.

—¿Cómo? ¿te han obligado a echarte barro en la cara? —inquirió el padre, mientras crecía por momentos su enfado.

—No. Pero son todos más oscuros que yo. Yo soy más blanco. Me da vergüenza ser blanco.

—Ya veo —rio el padre aliviado—. No pasa nada, está bien ser diferentes. Es lo que hace a este barrio ser tan bonito e interesante. Lo importante es que todos nos aceptemos y respetemos. Así que, venga, ¡ve a jugar con los demás niños!

—Tiene usted un hijo muy curioso. Parece muy inteligente —comentó un paseante

acercándose

—Sí, lo es, pero demasiado tímido… —respondió el padre con precaución.

—Disculpe, no he podido evitar escuchar su conversación. Me ha dejado pensando que la Rondilla, para vivirla, basta con dar un paseo.

—Sí, y tener dos cosas abiertas: los ojos y la mente.

 

LA RONDILLA. MUCHO MÁS QUE SIETE VIDAS.

Esmeralda Laredas Pérez

La Rondilla para vivirla hay que recorrerla con un sexto sentido: el sentido del alma. Cierra los ojos, percíbela más allá de sus ladrillos, de sus largas avenidas, de sus calzadas y del asfalto.

Para el momento y las prisas. Sumérgete en un maravilloso mundo de sensaciones, aromas y sonidos.

Oye como despierta. Los portales que se abren. El saludo de dos vecinos al cruzarse en la escalera. Las verjas de las tiendas subiendo hasta el cielo. El artista callejero que toca una vieja melodía. El sonido de las monedas que caen en un vaso para ayudar a un mendigo que está sentado en el suelo.

Escucha el repicar de las campanas de cualquiera de sus bellas iglesias. Imponentes testigos del paso del tiempo. Del caminar de padres e hijos, muchachos, ancianos.

Y a sus puertas, las risas y el arroz caer en un día de boda. El bullicio y la alegría de un bautizo. Quizás el silencio de duelo en un día nublado.

La sirena que indica la entrada del colegio. El balón que deja de botar y se esconde tras unos brazos. El paso rápido de los niños. La canción que lleva el Esgueva al pasar por el puente. El pitido del semáforo verde de la esquina. El grito desde la otra acera de ese conocido que te ha visto y cruza corriendo la calle. El ruido de su beso en la mejilla. La felicidad que trasmite una mano amiga en tus manos.

Pasa los dedos por la hierba fresca de sus parques. A tu espalda, los columpios vuelan hasta las nubes. Todo se llena de gritos de júbilo, juegos y esperanza.

Huele las rosas, las violetas, los cerezos en flor, el pan recién hecho que sale del horno del obrador, la colonia que lleva el bebé del cochecito que pasa a tu lado, el aire…

Ahora abre los ojos y sigue caminando. Compra pasteles. Mánchate las manos con la miel de una torrija. Lávate los dedos en una de sus fuentes. El agua quiere contarte leyendas de antaño. Historias de esos hombres y mujeres que con su lucha hicieron del lugar donde vivían, de su barrio; un gran imperio, humilde pero fantástico.

Observa todo lo que hay a tu alrededor, no te pierdas ni un detalle. Respira hondo. Las caras que ves son el reflejo de tu mirada. Devuélvele la sonrisa al taxista, al carnicero, al policía, a tus amigos, al camarero, a la florista.

Siéntete orgulloso de vivir aquí. De ver, oler, tocar, oír, gustar, sentir; aquí. Tantas vidas distintas que vendrán, se irán, partirán, regresarán……muchas más de siete, muchas más……

La Rondilla es mi hogar, es mi gente. A veces entrada, a veces salida. El lugar donde despierto y donde veo cómo se pone el sol. Donde la luna me dice que ya es hora de dormir. Aquí tengo a mis padres, a mi hermana, a muchas de las personas que amo. Donde como, sueño, bailo, lloro, sonrío, bromeo o me enfado.

La Rondilla es testigo de mi andar y parte de mi camino. Y yo, sencilla caminante, la recorro y la vivo.

MI HOGAR

Cristina Arranz Gozalo

 Me repetía constantemente “Bienvenido, te vas a adaptar en seguida” y yo asentía con la cabeza mientras caminaba cargado de maletas siguiendo a ese hombre que se iba a convertir en mi casero. “Aquí todos los que vienen se quedan” seguía hablando al tiempo que me iba señalando tiendas, restaurantes, personas… Al final de la calle, por fin, algo de lo que me indicaba despertó por fin mi plena atención, dejé el equipaje en el suelo y asentí diciendo “el mar”.

 

Vivir en la costa era lo que siempre había querido y cuando me ofrecieron la posibilidad de un traslado en el trabajo a una zona costera no tuve dudas.

Recuerdo perfectamente ese olor a mar que me invadió por completo e hizo que me olvidara del estrés de la mudanza, los papeleos del cambio de puesto, la adaptación a un nuevo lugar… Todo parecía cobrar sentido con ese olor a mar.

 

Poco a poco fue pasando el tiempo y me repetía continuamente esa frase inicial del casero de “Bienvenido, te vas a adaptar en seguida” mientras me sentaba en el paseo marítimo para relajarme con ese olor a mar… Pero lo cierto es que, cada día que pasaba, me molestaban más todos los aspectos que pensaba que iban a cautivarme: la humedad típica de la costa me producía dolor de cabeza, el calor asfixiante de esa zona me hacía sentir todo el día cansado, los rayos del sol tan potentes me quemaban la piel…

 

Caminaba una y otra vez por ese paseo marítimo repleto de chiringuitos ruidosos, tiendas de recuerdos calcaldas y restaurantes abarrotados de turistas intentando volver a sentirme cautivado por ese olor a mar, pero realmente cada vez me producía más rechazo.

 

Una tarde, saliendo del trabajo, eché de menos ver a mi gente en el bar del barrio donde siempre nos veíamos para tomar unas cañas y conversar animadamente. Al día siguiente, sentí necesidad de ir a comprar ese pan redondo de pueblo en la tienda de la esquina donde conversaba con la dependienta todas las mañanas.

 

Dos días más tarde me apetecía salir a correr por el parque junto al río y, así, fui encadenando jornadas en las que olor a mar cada vez se parecía más a olor a “pescado podrido” y echaba más de menos todo lo que había dejado atrás.

 

Finalmente me percaté de que lo que había pensado siempre que era mi entorno ideal simplemente había sido una forma de no reconocer que, realmente, donde quería vivir era en mi barrio de toda la vida, ese que siempre había menospreciado y que, en la lejanía, era mi lugar.

 

Han pasado tres largos años desde que me percaté de que no me gustaba el olor a “pescado podrido” hasta que he podido volver a mi puesto de trabajo original. Pero, después de la espera y de un largo viaje, el tren ya se ha detenido y en breve estaré en mi barrio.

 

Ya acabo de pasar la Iglesia de San Pablo y voy cargado con mis maletas. Tomo la Calle Cardenal Torquemada y la emoción inunda mis pasos a pesar de toparme con la ya sabida ausencia de mi antiguo colegio San Juan de la Cruz pero no quiero que la rabia por su derribo estropee mi ansiado reencuentro.

 

Sigo caminando y llegando al cruce con Cerrada todo ese transitar de gente en lugar de estresarme me produce emoción. Sigo en dirección a Soto, el móvil suena y leo un mensaje “Ven al bar, te estamos esperando”. Agarro fuerte las maletas y acelero el paso.

 

Al abrir la puerta escucho aplausos, tengo que frotarme bien los ojos para observar emocionado esa bienvenida: a mi familia se han sumado mis compañeros del instituto, los amigos de la peña de dardos, el grupo de folklore con el que tocaba, los vecinos del bloque…

 

En medio de toda esa algarabía, Me percato que el olor a pescado podrido ha desaparecido y, por fin, me siento en mi hogar.

 

Está claro: La Rondilla es para vivirla, disfrutarla y apreciarla. Por desgracia lo supe estando lejos, pero ya estoy aquí, en mi barrio, en mi hogar.

NUEVA VIDA EN LA RONDILLA

Rebeca Díez melero

Querida Teresa,

Quiero que vivas la Rondilla. Así, sin adjetivos. Sin matices. Tan extensa y de contrastes como es. Con ese azul del cielo, que hasta parece diferente cuando se mira desde aquí, y el intenso verde de ese -tan nuestro- parque Ribera de Castilla. Sin embargo, con el paso de los años, te darás cuenta de que La Rondilla para vivirla hay que patearla, caminarla y recorrerla. Pero con una mirada única, pausada y reflexiva.

Y es que, querida Teresa, tendrás tanta Rondilla por descubrir. Tantos sabores, olores y sonidos que probar, percibir y escuchar… Quiero que vivas, que revivas y que disfrutes cada rincón de nuestro barrio, que te pierdas entre sus calles para volver a encontrarte. Que lo hagas sola, y ojalá algún día sin miedo, pero también acompañada de la maravillosa gente que te irás encontrando por el camino, y que un día dejarán de ser vecinos para convertirse en familia.

Ojalá se quede grabada en tu memoria la panorámica de la calle Cardenal Torquemada, una de las más características de la Rondilla. Ojalá, también, tus ojos contemplen la apertura de nuevos negocios que se asienten porque los míos ya han visto con lágrimas cómo han cerrado las puertas de algunos históricos. Unas lágrimas que también derramé con la demolición del colegio San Juan de la Cruz, tras años de lucha.

Y eso es vivir la Rondilla, Teresa. Es el sentimiento de pertenencia a un barrio con vida que huele a guisos y a lavadoras recién tendidas. Es el movimiento en calles y plazas, en los comercios y en los parques. Un barrio de esos que hablan y que sueñan. Porque La Rondilla es para vivirla y revivirla.

Y ahora, Teresa, lo haremos, tu padre y yo, contigo.

 

RONDA

Jesús Olmeda Alonso

Tengo una perra, para ser más exactos una perra comparte su vida conmigo. ¿Raza?, indefinida.

La recogí en una protectora a los pocos días de morir mi anterior compañera; me propuse no quererla demasiado, sufrí tanto la pérdida de Nala... y ya la quiero tanto como a ella.

Joven, nerviosa - me acompaña a casa. Tengo (eso sí) una casa pequeña en una pequeña parcela, lo suficientemente ubicada en el campo como para oír el canto de las abubillas cuando regresan de su migración anual, y convenientemente cerca del pueblo, para que un paseo de diez minutos baste para tomar café en la plaza.

Mi perra descubrió a Dios cuando nos conocimos y visitó mi casa por primera vez. Yo agradecí su compañía.

Ronda no es una perra valiente, pero tiene un corazón intrépido; la primera vez que vio un rebaño de ovejas, cargó a la carrera contra ellas, una carrera desenfrenada que frenaron en seco los perros del pastor. ¿Valiente? No, pero rápida… corrió como si (y probablemente así era) le fuese la vida en ello; dejándoles atrás, se refugió en la casa que ya era suya. Una sola experiencia bastó, ahora cuando oye las esquilas del rebaño, se arrima a mis piernas y no se separa hasta que ha pasado el peligro.

También intenta la caza. Al socaire de una vieja gravera, los conejos han excavado sus madrigueras. Ronda se aproxima sigilosamente.- me recuerda un tigre que vi en un zoológico. Una urraca picoteaba el suelo cerca del recinto protegido por una resistente alambrera; el tigre adoptó actitud de acecho, arrastrándose lentamente sobre su vientre, los ojos hipnóticamente fijos en su presa, reteniéndola con su intención. La urraca se siente segura -pues continúa con su picoteo. El tigre se abalanza como un resorte; a pesar de la alambrada, la urraca levanta el vuelo despavorida. No puedo reprochárselo, imagino al tigre abalanzándose contra mí con las fauces abiertas. No existe alambrada capaz de mantener a raya los latidos del corazón.

Ronda, emulando al tigre se aproxima paso a paso, sin prisa; a veces se agacha y permanece inmóvil unos segundos, la mirada fija. Los conejos la han visto, al igual que la urraca no se inquietan, se sienten seguros, sus madrigueras, sus “alambradas” están cerca, con cierta desgana van acercándose a ellas, mi perra sigue avanzando. Finalmente, la última provocación. Se sientan, yerguen sus orejas inflan los mofletes y le hacen una pedorreta (estoy seguro de que así lo siente mi perra).

Ronda se abalanza y se estrella sin posibilidades contra la madriguera - tarde. Dentro se oye una especie de zapateo, los conejos están contentos. Un día nuevo, una aventura nueva.

Mi perra se retira, al llegar a mi lado levanta la cabeza y juro que creo ver un encogimiento de hombros, “yo lo he intentado”. Pienso que eso es lo que debe hacer un perro, cualquier perro, y sonrío porque siento que Ronda, mi Rondilla es para vivirla.

 

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